Crystal Castles: ¿Qué le pasa a Alice?

Crystal Castles cerró ayer su paseíllo ibérico, que comenzó el pasado viernes en Bilbao y finalizó ayer en Barcelona. En medio pararon en Madrid.

Por más que leo la prensa, llamo y me informo, no consigo que me digan lo que quiero oír. Alice Glass se ha portado bien, no ha rociado al público con vodka como en aquel memorable Sónar de hace tres años, ni se ha roto el tobillo, ni le ha pegado un puñetazo a uno de los de seguridad, ni ha tenido que suspender  el concierto tras caerse de la torre de amplificadores a la que había escalado previamente, como poseída por el espíritu de Edurne Pasabán.

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La Glass ha madurado, se ha vuelto una sosa o sencillamente su última visita la ha pillado desganada, para desgracia nuestra, periodistas ávidos de anécdotas que coloreen nuestras crónicas Han sido tres conciertos los que ha dado junto a su compañero Ethan Kath a los sintes y ese mercenario de la batería contratado para al ocasión, el virtuoso Christopher Chartran. Un tipo que castiga el bombo como nadie.

El dúo canadiense juega a caballo ganador: perpetran un synthpop de manual, lo adornan con conatos de trance y house y lo presentan con una actitud gamberra que recuerda (muy) lejanamente a la escena punk de Manchester. Ya van tres discos, y en cada uno han hecho un poco lo que les daba gana, sin abandonar nunca esta infalible ecuación. Al segundo se le tachó de demasiado fiestero y algo facilón, tal vez por eso el último, «III», el que venían a presentar, ha sido un desquite con el que se han ganado a la prensa especializada, ahondando en el lado más oscuro de la electrónica, con atmósferas más ásperas y menos accesibles.

Pero vamos al lío: quien va a un concierto de Crystal Castles va con la actitud de quien va a una rave, porque eso es lo que ofrecen: caos, desenfreno, contundencia, poco matiz y mucho, mucho ruido. Que no es lo mismo que sonido. Las quejas por su falta de volumen han sido comunes en los tres conciertos, especialmente en la sala La Riviera de Madrid, en la que el técnico de sonido debía lidiar, inexplicablemente, con un limitador. Con todo, la mayoría de los asistentes, más cercanos a los “veinti” que a los “treintay”, no parecían dispuestos a que nada les chafara una noche que llevaban esperando con ansia psicotrópica. La gente saltó como loca con un arranque apoteósico a cargo de ese trallazo llamado «Baptism», y cantó hasta el desgañite «And You Can´t Forgive Them», una frase fácilmente adaptable a la situación de cada cual en los tiempos que corren. Cuando las luces estroboscópicas dejaban ver algo de lo que sucedía en el escenario, se intuía al fondo un mural con la imagen que ha ganado el último World Press Photo, del español Samuel Aranda, en la que una mujer con burka sostiene a su niño, rodeados ambos de gases lacrimógenos. ¿Efectista? Puede. ¿Acertado? Mucho.

Glass y Kath funcionan como un reloj: él le monta su efectiva base ruidista y melódica para que ella cante en un segundo plano con poca voz y mucha actitud. Pero mucho menos gamberra de lo que acostumbra, como comentábamos al principio. Sí, se dejó caer en la marea de manos de la primera fila, que la zarandearon durante unos segundos para volver a plantarla en el escenario. ¿Y? Eso ya lo hacía Mikel Erentxun. La Glass que todos esperamos pega, escala, se lesiona. Esta vez no estaba por la labor, y optó por aferrarse al micro y desgranar aullidos agónicos entre los que se vislumbraba, de vez en cuando, algún apunte melódico.

Justo antes de los bises, en el momento álgido del concierto, despacharon ese hitazo matemáticamente perfecto que es «Not In Love». Da igual que en directo no lo cante Robert Smith, como en el disco, y debamos conformarnos con el hilo de voz de la Glass. El respetable lo bailó como si no hubiera un mañana. Antes habían sonado «Plague», «Wrath of God» o «Celestica», igualmente aptos para gastar zapatilla.

Poco más de una hora bastó para dejar al público exhausto. Que el sonido no estuviera a la altura, que a los canadienses no se les viera prácticamente nada tras la cortina de luces epilépticas que los parapetaban, que musicalmente, en fin, la cosa no pasara de “sufi”, no tiene por qué ser precisamente malo. Crystal Castles han pasado por España para que te lo pases pipa. Y si quieres buena música, vete a aburrirte a un concierto de folk.

Texto y fotos: NdV

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Mixed Up

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