Spice Girls: ¿La leyenda renace?
Mucho James Bond, mucho Monty Python y mucho icono cultural británico, pero al final lo que el público quería, what they really really want en las ceremonias olímpicas fueron las Spice Girls. El consenso esta mañana es que la actuación, anoche, de las Fab Five en la clausura de los JJOO fue la joya de la corona de la clausura de una de las Olimpiadas mejor valoradas; el momento más celebrado, esa explosión de placer oculto en una noche de pompa, circunstancia y formalidades (pasos de baile del alcalde Boris Johnson mediante).
Lo cual no sorprende a nadie: está claro que las Spice tienen fans (han vendido más de 75 millones de discos, que se dice pronto) y ahora, casi 20 años después de sus quince minutos de gloria, han pasado de ser un grupo hortera que muy pocos se tomaron en serio, y al cual debería dar grima ver vivir de las rentas de la misma cancioncita de hace dos décadas, a ser un fenómeno de culto que pronto llegará al West End convertido en musical. ¿Estamos viviendo un renacer de las Spice Girls?
Pero no confundamos términos: una cosa es tener fans, como los puede tener también Justin Bieber o la saga "Crepúsculo", y otra es recibir un gesto de aprobación como cerrar las Olimpiadas. Y eso es lo que ha hecho tan especial la actuación de anoche, que por primera vez estas chicas han logrado poner un pie, solo uno y más o menos firme, en el paraíso del visto bueno de la crítica. Quizá sea que la fase de Grupos-Británicos-Muy-Importantes que vino después de las Spice (Coldplay, Oasis...) ya no tiene la fuerza de hace 15 años y está, quizá, dejando de eclipsarlas. Quizá sea que el tiempo ha dado un barniz de distancia y casi respetabilidad a su chicloso catálogo (y quizá sea hora de reconocer que hay un cierto mérito artístico en escribir una canción entera alrededor de la frase “I wanna really really really wanna zigazig ha”).
O quizá sea algo más profundo; quizá sea que mientras la maquinaria que nos obligará a convivir con un revival de los noventa durante toda esta década se está calentando, las Spice se hayan convertido en un buen vino al que los años le liman defectos y hacen que sea un producto mucho más apetecible que cuando fue creado.
Primero, porque ya nadie se acuerda del principal reproche que tenía la crítica (y el público) serio con estas chicas: que no eran un grupo de verdad, sino un invento prefabricado y hecho para triunfar comercialmente y punto, como los Monkees (o, peor, como su contemporáneos masculinos, los Backstreet Boys y su respuesta estadounidense, "N Sync). Su principal objetivo no tenía nada que ver con el arte, sino con distribuir, como camellos que cargan con la droga proveniente de oscuros laboratorios, ese poderoso narcótico conocido como el pop pegadizo.
Este detalle es importante porque los orígenes industriales de las Spice eclipsaban su aliciente más irresisible: su mensaje orgulloso que otorgaba todos los poderes del mundo al oyente, que le validaba, le preñaba de amor propio y dignidad. Mientras los Backstreet Boys, siempre tan conservadores como le toca ser a toda boyband, se dedicaba a las calistenias y al amor y desamor, ellas estaban haciendo lo mismo que hace ahora Lady Gaga (empeñada en convencer a millones de oyentes pefectamente normales de que son unos bichos raros a los que la sociedad no entiende) con los freaks pero con todo el mundo.
No es que lo del empowerment sea nuevo en el pop (podríamos decir, con generosidad, que las Fab Five estaban siguiendo la estela de Marvin Gaye o Lilith Fair, también muy dados a masajear el amor propio de oyente), pero nadie entonces nadie había tratado el Girl power como ellas: así, sin cabreos ni despecho ni peroratas pomposas. Ellas eran pop en muchos sentidos de la palabra: colorines por aquí, hooks pegadizos por allí... Y diversión por todas partes.
La diversión era, en su programa político, epígono del orgullo femenino (esto se lo plagiaron a Cindy Lauper, que ya había pisado el terreno con cosas como "Girls Just Wanna Have Fun" o las Waitresses con "I Know What Boys Like", pero lo envolvieron de forma tan irresistible que llegaron a una audiencia global. Ahí está como prueba ese infravaloradísimo ejercicio en surrealismo y frivolidad calculada que fue su película de 1997, Spice World; el invento más descaradamente popero y fatalmente optimista de los 90. Para ser una feminista estilo Spice no hacía falta entrar en discusiones sobre los vectores socioeconómicos y geopolíticos que provocaban la desigualdad.
Y eso es algo que nos falta ahora, diversión. En estos tiempos de crisis en casi todos los niveles imaginables (cultural, institucional, económica...), no hacen más que llovernos intensísimas variaciones de los recados de siempre. El pop está dominado por Adele, que tan bien canta pero tan poco entretiene; en el cine hasta los blockbusters de verano tienen que ser oscuros en temática y fotografía (El caballero oscuro) y en literatura triunfan, con permiso de 50 sombras de Grey, los repasos airados a los defectos de nuestra sociedad. Es como si la diversión tuviera que venir acompaña de un sentimiento de culpa, de un por-pasarlo-tan-bien-entonces-estamos-tan-mal-ahora.
En ese contexto, las Spice Girls pueden renacer como fenómeno porque vuelven a ser lo que eran en los 90: algo totalmente diferente a lo que había entonces. No será nuevo, pero por primera vez tienen categoría de Olímpica. Eran un fenómeno de plástico, pero todavía no se han biodegradado.
Tomás Castroviejo