"Le week-end": Paris je t"aime
"Le week-end": Paris je t"aime. El inteligente guión de “Le week-end” y sus protagonistas en estado de gracia nos han conquistado.
Algunos no se cansan de comer mejillones a la vinagreta, de escuchar viejos discos de Chet Baker, de buscar en YouTube “highlights” de Zidane o clips de Bowie, de leer y releer a Fante o Wodehouse… Algunos, sí. Pero, prácticamente todos, y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, no nos cansaríamos ni resistiríamos jamás de ver la Ciudad de la Luz en la gran pantalla. Será por los amantes del Pont-Neuf, por “Charada”, por Jean Seberg y Belmondo reinventando los Campos Elíseos “Al final de la escapada”, por el americano Gene Kelly haciendo filigranas y equilibrismos en sus aceras, por la sonrisa pícara y puritana de Amélie, o la gélida y escorada de “Belle de jour”, por Owen Wilson buscando a Marion Cotillard a medianoche… París bien vale una película, o mil, y está hecha para ser filmada, soñada y mostrada a 24 imágenes por segundo tanto o más que Nueva York, sin ir más lejos.
Por eso, basta con que asome la patita por la parrilla de estrenos para que caigamos tan ricamente en su hechizo una vez más. Y si es con una película tan bien cocinada, templada y reposada como “Le week-end”, mejor que mejor. La historia, como casi siempre que está París de por medio, es sencilla y romántica: dos sesentones ingleses, profesores bastante ilustrados ellos, deciden celebrar su enésimo aniversario en la ciudad, por aquello de encender de nuevo la chispa después de un largo invierno. Al principio se alojan en el nidito de su juventud, pero al comprobar que se ha convertido poco menos que en la pensión de las pulgas, tiran la casa por la ventana y eligen un señor hotel al ladito de la Torre Eiffel. Y ahí arrancan los problemas, no solo económicos (con “sinpa” tras banquete de ostras incluido) sino, sobre todo, de reproches y achaques. Porque también la capital de Francia es escenario ideal para el deporte de tirarse los trastos, y los álbumes de fotos, a la cabeza (educada y sofisticadamente, eso sí).
Roger Mitchell, polivalente director de blockbusters como “Notting Hill” o “Morning glory”, y del que aún esperamos el estreno de “Hyde Park on Hudson”, con Bill Murray como Roosevelt de picnic, cuaja una de las mejores faenas de su carrera en esta comedia agridulce (el adjetivo más repetido para describirla) que se beneficia del estupendo guión de Hanif Kureishi (“El buda de los suburbios”, “Intimidad”) y, sobre todo, del gran trabajo de su dúo protagonista: unos Jim Broadbent (Concha de Plata al mejor actor en el último Festival de San Sebastián) y Lindsay Duncan irresistibles, tiernos, amargos, lúcidos y con todos los poros abiertos para recibir la luz de París y el desencanto de sus vidas quejumbrosas. Y no olvidemos a Jeff Goldblum, que encarna con mucho tino el arquetipo de “progre intelectual” con algo de jeta y subvención en el bolsillo, anfitrión de un guateque memorable. Resumiendo: no estamos ante una película perfecta ni redonda, pero seguramente en eso consiste su encanto. Y en París, naturalmente.
Paul Vértigo