Quizás sea la multiplicidad lo que mejor pueda definir -y en estos casos, cualquier definición no es más que una precaria caracterización circunstancial- al cine argentino de los últimos años. Una cinematografía que encuentra en la diversidad de sus propuestas narrativas, en la variedad de sus procedimientos, su distinción más preciada: su singularidad.
En la Argentina existe una gran cantidad de autores que buscan con especial vehemencia la exploración de nuevos territorios de sentido. Directores que no especulan, que asumen el riesgo de contar historias desde una perspectiva inédita. Hacedores de películas fascinantes que misteriosamente suelen pasar las más de las veces desapercibidas en la cartelera oficial, aun cuando sean reconocidas en distintos festivales del mundo.
Cine Para Lectores está organizado por la Dirección General del Libro, Bibliotecas y Promoción de la Lectura. Presenta un ciclo dedicado al cine argentino contemporáneo. Una selección de películas, entre ficciones y documentales, que promueven con absoluta determinación la posibilidad de una profunda expansión perceptiva.
El acceso a un punto de vista capaz de suscitar nuevas imágenes, nuevos pensamientos y, fundamentalmente, nuevas preguntas. Una oportunidad para descubrir a talentosos directores de cine que logran filmar, con una rigurosidad narrativa y formal asombrosa, historias extraordinarias. Historias, por eso mismo, inolvidables.
Mi amiga del parque (2015), de Ana Katz
Es la última película de Ana Katz (
El juego de la silla, 2002;
Una novia errante, 2006;
Los Marziano, 2011). La película abordará -un poco en serio y un poco en broma- una cuestión que pareciera no importar demasiado. El oculto, y las más de las veces problemático, comienzo de la maternidad: el puerperio. Circunstancia poco feliz que el film de Katz no tardará en caracterizar a partir de la condición que suele determinarla: su profunda soledad y extrañeza.
Liz es la protagonista. Vive con su bebé recién nacido en una casa recién estrenada. No es soltera, pero está sola. Su marido, que viajó a Chile para trabajar en un documental en las inmediaciones de un volcán, se encuentra bien lejos, a miles de kilómetros de distancia, en otro planeta. En ningún momento será posible establecer con él una comunicación efectiva.
Ante la situación de extrema vulnerabilidad e incertidumbre que atraviesa la protagonista, el pediatra -voz masculina autorizada- le aconsejará salir a caminar por el parque y relacionarse con otras madres. Es allí donde conocerá a Rosa, la amiga referenciada sugestivamente en el título del film. Influencia negativa, es la persona a la que no resulta aconsejable acercarse, la mala yunta. Rosa es una mujer extraña, diferente a las otras madres, más convencionales, las que en el parque se juntan con sus hijos y organizan reuniones de crianza, que conversan siempre sobre lo mismo.
Rosa pertenece a otra clase, trabaja en una fábrica textil y vende panes rellenos. Pero no será esa la única diferencia. En ella será posible advertir desde el principio cierta singularidad difusa expresada a partir de comportamientos poco frecuentes. Liz se sentirá convocada por la extravagancia de su amiga, como si pudiera reflejarse especularmente en ella. Se alejará de su espacio de pertenencia y podrá así comunicarse.
Mi amiga del parque es una película excelente. Cada escena le ofrece al espectador la dicha de su interrogación crítica. Mediante un manejo notable de la parodia, conseguirá escaparse con éxito de los lugares comunes propios de un tema que no le importa mucho a nadie. Y lo hace mofándose de ellos, evidenciando sutilmente su disposición patética. Con astucia y picardía, el film de Katz presenta una historia sobre la cara menos visible de la maternidad: cómo dirimir el conflicto entre tener un hijo y hacerse madre.
Victoria (2015), de Juan Villegas
Victoria Morán, la protagonista de
Victoria (2015), el entrañable ensayo documental realizado por Juan Villegas (
Sábado, 2001;
Los suicidas, 2005;
Ocio, 2010), es una cantante de tango. Y canta maravillosamente bien. Su voz es un secreto.
Las primeras escenas del film, un viaje en tren y después en colectivo, exhibirán justo aquello que el trabajo de Villegas se propondrá registrar con precisión: el tránsito complejo, especialmente difícil pero también por momentos placentero y alegre, de una artista independiente. El devenir, las más de las veces oculto, de una trayectoria que culminará con la manifestación radiante de una voz excepcional.
En el documental de Villegas no habrá entrevistas, presentaciones en vivo ni voces en off. La cámara simplemente acompañará a Victoria Morán en su proceder cotidiano. Se limitará a observarla a respetuosa distancia, sin entrometerse demasiado, durante la grabación de su disco, los ensayos, la complicada búsqueda de lugares para cantar.
Victoria tiene 36 años, tiene un marido y una hija que la acompañan. Villegas registrará otras de las acciones diarias de la cantante, realizadas casi con igual dedicación que con la música: su afición por cocinar sin recetas, pasar a buscar a su hija por el colegio, su comprometido y amoroso trabajo como profesora particular de canto.
A su vez, la relación con Nelly Omar, su admirada maestra y mentora y la presencia fundamental de su abuela, quien no llegó a escucharla pero que le concedió como herencia su propio nombre, aquel con el cual se presenta en público. El documental se detendrá con especial énfasis en el encuentro con familiares y amigos. Reuniones en donde la música, a partir de la voz de Victoria y una simple guitarra, promoverá instantes únicos de placer.
El placer de cantar. Cantar y no dejar de hacerlo. Hacerlo desde siempre, desde pequeña, incluso cuando un problema de salud llegó a complicar sus posibilidades expresivas, pero que con sacrificio y dignidad pudo sobrellevar a tiempo. Dignidad y sacrificio que configurarán un modo particular de belleza. Un modo particular de felicidad. Villegas consigue capturar, con enorme sensibilidad, una vida determinada por el canto.
Nada más ni nada menos que eso: el descubrimiento de una voz secreta. Una voz que logra expandirse y producir, mientras sucede, una profunda alteración emocional.
El 5 de Talleres, de Adrián Biniez
La muy buena segunda película de Adrián Biniez -Gigante, 2009-, conquistará un espacio de representación hasta el momento vacante: el fútbol del ascenso. En la secuencia inaugural del film, la cámara, ligeramente ralentizada, se adentrará en el túnel de un estadio, en el preciso instante en que el capitán del equipo avanza en dirección al campo de juego, que en breve se convertirá en campo de batalla, arengando efusivamente a sus compañeros.
Un plano general registrará el estadio en todo su colorido esplendor, un plano más cerrado se detendrá luego en la hinchada mientras entona enfervorizada una de sus canciones.
El director contará, como señala el título, la historia de un jugador de Talleres de Remedios de Escalada. Y no de cualquier jugador, sino del capitán y mediocampista central, posición por demás problemática, equilibrio y contención, esforzado bienhechor del equipo. Dentro y fuera de la cancha.
El “Patón” Bonasiolle, un veterano de 35 años –como se sabe, el paso del tiempo en el fútbol es aún más despiadado que el paso ya de por sí cruel del tiempo para el resto de los mortales- rústico y bravucón, será quien se relacione con los dirigentes, quien reclame los sueldos atrasados, quien después de ser expulsado durante un partido comprenda que su carrera como jugador ha llegado inevitablemente a su fin.
La expulsión será el punto de partida de un pasaje decisivo: dejar aquello que venía haciendo desde chico, acaso lo único que sabe hacer, para comenzar una vida nueva.
El protagonista deberá aguantar durante unas cuantas fechas fuera de su zona de pertenecía y confort. Se encontrará por eso mismo fuera de lugar, des-ubicado. Un receso que asumirá con desconcierto y angustia. Pero no estará solo, su mujer lo acompañará amorosamente durante el difícil proceso de transición. Ella lo instará a que termine la secundaria. Buscarán qué hacer, pensarán las posibilidades de un nuevo emprendimiento juntos.
La relación de ambos personajes, la construcción de su afectuoso y entrañable vínculo, será una de los puntos más destacados del film de Biniez.
Un film que desarrollará el trayecto sinuoso de un hombre que decide modificar el rumbo de su vida. Los malos resultados del club reflejarán especularmente la depresión que atravesará a los tumbos el protagonista. La película exhibirá con simpleza y sensibilidad, pero también con humor, aquello que rodea el ambiente del fútbol, la realidad de un equipo del ascenso: los entrenamientos, las reuniones con los dirigentes, la decadencia de un afligido director técnico. Las charlas previas a los partidos en el vestuario concederán al espectador escenas de una comicidad excepcional.
El 5 de Talleres expondrá de forma notable la profunda significación social del fútbol, fundamento de las condiciones de pertenencia a una determinada comunidad.
Todos se reconocerán en el juego y por el juego, por haberse encontrado en algún momento de sus vidas dentro de una cancha, por haber compartido un encuentro fugaz pero sin dudas inolvidable.
Escuela de sordos (2014), de Ada Frontini
Una mujer conduce un viejo Citroën sobre un camino de tierra. Su nombre es Alejandra, fundadora y docente de una escuela para sordos en la pequeña ciudad de Bell Ville, al norte de la provincia de Córdoba. Hacía allí maneja.
La breve secuencia inaugural de Escuela de sordos (2014), el notable documental de Ada Frontini, presentará no solo el recorrido diario que realiza una mujer absolutamente comprometida con un trabajo indispensable, sino también la forma que elegirá para contarlo, la forma que el tema sin dudas exige: con precisión y austeridad, manteniendo siempre una distancia respetuosa respecto a quienes en su cotidianidad filma.
Sin entrometerse, pero fundamentalmente sin los golpes de efecto ni el dramatismo lacrimógeno que el tema podría también atraer. La cámara tan solo acompañará a Alejandra, casi como en silencio, durante el transcurso de un trabajo que realizará con profunda convicción y cariño.
El trabajo de Alejandra no termina en las aulas, pero ahí comienza. Ella les enseña a sus alumnos a leer, a escribir, a contar, a describir. Les enseña a comunicarse. A que puedan ellos mismos, a partir de su propio lenguaje, expresarse. Aprendizaje desde luego fundamental para el crecimiento intelectual de chicos y jóvenes que poseen la discapacidad de la escucha.
Durante una cena con un amigo, profesor y referente de la comunidad de sordos de la Argentina, Alejandra expresará, siempre a partir del lenguaje de señas, la necesidad de que la familia y el conjunto de la comunidad observen a los alumnos interactuar para que puedan dar cuenta, como los propios espectadores de la película, sus instancias de comunicación.
La necesidad de que los padres aprendan su lenguaje para el efectivo desarrollo comunicacional de sus hijos. La necesidad de su inclusión, fundamento implícito del film de Frontini. También discutirán sobre los beneficios o las desventajas del implante auditivo y sobre las diversas corrientes que existen en el lenguaje de sordos, sus diferencias dialectales. Un lenguaje, acaso como todos, que se encuentra en constante proceso de transformación.
El trabajo de Alejandra exigirá imaginación. Ella inventará, cuando desconozca la ejecución de ciertas palabras, nuevas formas de transmitir conceptos. Alejandra se tomará el tiempo necesario, el tiempo que durará cada plano, para enseñarles a los chicos a valerse por sí mismos. A un joven le enseñará a utilizar el celular, a un chico a sacar fotografías. Con algunos alumnos disfrutarán una tarde juntos a la orilla de un río, un día de trabajo en el campo, un asado. Escenas en silencio, donde prevalecerá únicamente el lenguaje de los protagonistas, la comunicación en acto.
Escuela de sordos buscará, a partir de una mirada atenta y sensible, con absoluta rigurosidad en el manejo de los recursos cinematográficos, una reflexión profunda sobre la educación en la discapacidad. La educación como instancia fundamental de comunicación y desarrollo humano.
Cuerpo de letra (2015), de Julián D´Angiolillo
Tal vez a lo mejor que pueda aspirar una película sea a provocar en el espectador la ilusión de participar de una experiencia singular que amenace, al menos por un instante, con modificar su mundana existencia. Acaso no sea otra la motivación por la cual meterse en una sala con desconocidos a oscuras.
La promesa del cine, su trampa, podría ser esta: la ficción de asistir a un acontecimiento breve pero lo suficientemente profundo como para promover en nosotros una transformación inesperada. O, lo que es lo mismo, una variación de nuestro punto de vista. Una alteración fugaz de la percepción capaz de promover la manifestación de una realidad diversa.
La experiencia que ofrecería el cine sería entonces la posibilidad ver el mundo de otra manera. A partir de una historia, pero fundamentalmente a partir de la forma elegida para transmitirla. Lo que revelaría la definición de un estilo.
Cuerpo de letra, el notable segundo documental de Julián D´Angiolillo –Hacerme feriante (2010) es el primero- evidenciará desde el principio y durante todo el film aquella ambición determinante. Como si filmara siempre a sabiendas de que solo así, arriesgándose, arriesgando el pellejo como lo hacen sus personajes, es posible contar lo que se propone: el silencioso trabajo de las cuadrillas dedicadas a las pintadas políticas por encargo puntero.
Oficio de sombras pobres que salen bien entrada la noche a marcar las paredes de las autopistas con triviales consignas electorales, pero que requieren paradójicamente de una habilidad sorprendente. La condición clandestina del trabajo y su complicada ubicación lo justifica.
No cualquiera puede hacerlo. El trabajo exige precisión y velocidad. Un trazo delicado y ligero. Pero principalmente audacia. Y Ezequiel, el protagonista de la película, la tiene. Posee los atributos necesarios. Por eso apenas descubran su destreza –en este trabajo, como en el fútbol, están los encargados de cazar talentos-, lo incorporarán a un grupo de propaganda política.
Su llegada no estará exenta de conflictos. Cerca de las elecciones, el espacio público se convertirá en una zona liberada a la contienda territorial, reservada a la extraña disputa entre brigadas de diversos candidatos.
El film de D´Angiolillo se ocupará de la cotidianidad de su protagonista. De su tiempo libre al frente de una banda de cumbia; también de su otro trabajo inadvertido ligado a la publicidad, pero dirigido al espacio aéreo: la grabación de anuncios destinados a la transmisión en el cielo mediante una avioneta que sobrevuela la ciudad.
Trabajos impensados cuya realización efectiva no suele considerarse, pues su ejecutor permanece sin representación. Trabajos que a simple vista parecen no ser consumados por nadie, pero que exigen de una elaboración rigurosa, de una destreza inaudita. La misma destreza que empleará el director para filmarlos, para contar su existencia invisibilizada. Angiolillo intervendrá el espacio fílmico.
Por momentos ciertos planos se fundirán con otros. La disposición de la cámara aparecerá muchas veces torcida, como si buscará cierta torsión que permitiese consolidar un punto de visión enrarecido.
El oficio de Ezequiel reclamará para poder narrarse un trabajo formal específico, una puesta orientada a producir un paisaje casi fantástico de autopistas inextricables.
Cuerpo de Letra es una película extraordinaria. El film -entre el registro documental y la ficción- conquista una enorme significación política. Principalmente porque consigue extraer de la trivial consigna electoral toda su compleja dimensión encubierta, lo que su perversa vaguedad disimula.
El rostro (2014), de Gustavo Fontán
En El rostro (2014) de Gustavo Fontán -El árbol (2006), La orilla que se abisma (2008), La madre (2009), Elegía de abril (2010), La casa (2012)-, un hombre llega en bote a una isla sobre el río Paraná. Se dirige a un sitio donde hubo una casa, pero donde ya no hay nada. Tan sólo pequeños signos de algo viejo y perdido.
Su presencia permite que se corporicen ranchos y mesas, animales y canoas. Construye el espacio para el reencuentro. Pronto llegan otros a la isla: mujer, padre, amigos, niños. Preparan una fiesta. Es el reencuentro del hombre con sus seres queridos.
Fontán parece haber encontrado en las islas del río Paraná un espacio simbólico perfecto, casi revelador.
Una zona lo suficientemente enigmática y sugerente como para que pueda desarrollar su proyecto cinematográfico. Y
El rostro es una obra maestra. Fundamentalmente porque introduce en cada plano, en cada una de sus secuencias, la posibilidad de una profunda expansión perceptiva. Fontán pareciera filmar con la firme convicción de que el cine es antes que cualquier otra cosa una experiencia sensible.
Una experiencia que encierra como promesa la posibilidad de percibir múltiples texturas de una realidad siempre inalcanzable. En esta oportunidad, filmará un viaje de la percepción que se apoyará fuertemente en la mirada, pero que se expandirá mediante su envolvente influjo sobre la totalidad de los sentidos.
El film de Fontán exhibirá una evidencia decisiva: la experiencia de haber estado durante un breve lapso de tiempo literalmente capturado por lo que se ha visto, fascinado por cada una de las imágenes que el director ha concebido a partir de los trazos singulares de su propia escritura cinematográfica.
Damiana Kryygi (2015), de Alejandro Fernández Mouján
Mayo de 1907. Un antropólogo alemán fotografía una cautiva indígena Aché de 14 años, internada en un hospicio de la Ciudad de La Plata. La niña muere de tuberculosis dos meses después. Cien años más tarde, sus restos óseos son encontrados entre el Museo de Ciencias Naturales de La Plata y el Hospital Charité de Berlín.
A partir de esas fotos y el hallazgo de sus restos, el film se propone restituir una historia, un nombre olvidado. Mouján reconstruye con absoluta rigurosidad formal la historia de una comunidad desconocida.
Lo hace a partir de los trágicos y perversos sucesos que marcaron su pasado, pero también mediante el registro fundamental de su resistencia contemporánea.
Mauro (2014), de Hernán Rosselli
“Me quiere, no me quiere”, repite fingiendo socarronamente su voz, como si desjuntara los pétalos de una flor, Mauro, el protagonista de la ópera prima de Hernán Roselli. Pero Mauro –así se titula el film- no tiene ante sí una flor, sino un billete de veinte pesos que mueve despacio hacia arriba y hacia abajo.
Es un ligero pliegue en el rostro de Rosas lo que provoca, a partir del movimiento, una breve ilusión óptica, un cándido espejismo. Rosas sucesivamente sonríe y se disgusta, por un momento parece alegrarse y de inmediato entristecerse. Si bien el irregular estado de ánimo que sufre el militar argentino podría explicar por reflejo la irregularidad psíquica del que sostiene el billete, pues así se siente Mauro, triste y contento a la vez -trastorno que no le permite dormir y que su madre adjudica a su adicción a las drogas-, la escena consigue trascender su primer sentido para transformarse en una pieza fundamental en la trama que busca consolidar la película.
La implícita pregunta que se hace el protagonista, si el dinero lo quiere o no lo quiere, a él, un muchacho joven del conurbano bonaerense, sin más destino que el de sobrevivir a los tumbos con trabajos miserables, exhibe la razón que sostiene el relato. Es la pregunta que motiva el conjunto de sus acciones. Cómo conquistar el dinero. Cómo hacerse de él, cómo poseerlo quien por su lugar en el mundo no lo posee. Desposesión que convierte al dinero casi en una obsesión que motiva la pregunta por su querencia.
En distintas ferias de localidades del sur -Bernal, Temperley, Lavallol-, Mauro compra mercaderías con billetes falsos que luego negocia con un taxista que lo abastece del dinero trucho. Los viajes para colocarlo y hacerlo circular los realiza en tren, transporte cuya trayectoria determina su recorrido y establece el espacio dramático. El movimiento del tren configura un punto de vista existencial a partir del cual la historia avanza. Mucho de lo que ocurra en el film de Roselli sucederá allí, en el tren y sus alrededores.
La estación, sus calles aledañas, las discotecas donde traficará los billetes y donde conocerá a Paula con quien iniciará una breve relación sentimental. El dinero, el margen y el amor podrían ser entonces los temas que la historia desarrolla para fundar mediante su articulación una significación proyectada hacia adelante.
Pero mientras “pasa” los billetes, Mauro buscará junto a un amigo y su mujer construir su propia “empresa”, su propio emprendimiento. La forma de alcanzar el dinero -de arrimarse al menos un poco a su gracia- no podría ser sino a partir de su falsificación. Mauro se dedicará con perseverancia a falsificar. Un trabajo que implicará, por los escasos recursos con los que dispone, una enorme destreza artesanal, un saber sostenido en la práctica y en la astucia popular.
Mauro es una película notable. Su presencia en la cartelera de cine ha pasado casi desapercibida. Un silencio sintomático. Sin embargo, ahora regresa por un tiempo más y todavía es posible verla.
Una oportunidad para descubrir a un talentoso director de cine que logra filmar con una rigurosidad narrativa y formal sorprendente. Sin caer en el miserabilismo moral ni en los ya decantados estereotipos de clase, la simple y a su vez profunda historia de un joven que busca como puede, con lo que tiene a mano, quebrar su destino y llegar a contemplar de otra manera un futuro sin garantías, un horizonte que se revela para sí, amargamente incierto.
La mujer de los perros (2015), de Laura Citarella y Verónica Llinás
Antes del amanecer una mujer rodeada de perros sale en busca de lo indispensable para su manutención. Ejecuta un conjunto de operaciones de aprovisionamiento.
Es, en ese momento, una cazadora furtiva atenta a su entorno. Camina a través de matorrales y con una simple gomera liquida pájaros y con un palo y una pequeña red baja frutos de los árboles y con bidones y botellas junta agua de un río cercano. Lo que necesita para sobrevivir: alimento y diversas piezas –las que sean, las que sirvan- para robustecer su refugio.
Vive, junto a sus perros, en una casucha endeble y precaria en medio de una espesa vegetación silvestre en las afueras de un pueblo. Un descampado –que linda con un asentamiento- funciona como frontera. Límite geográfico que evidenciará universos simbólicos opuestos.
En una primera toma, la cámara que registra los pasos de esta mujer se confundirá con la mirada de los perros que la siguen a todos partes. La mujer de los perros (2015), la notable película de Laura Citarella y Verónica Llinás, formula así el principio organizador de su trama. Hay allí, en esa marca inaugural, la cifra de una preocupación por sostener una perspectiva –una forma de ver el mundo- levemente enrarecida. Podríamos agregar: alienada.
Un punto de vista extranjero. El de una mujer afincada en un contexto inusual, escoltada por una manada de perros vagabundos. El film se propone contar su cotidianidad durante el devenir de las cuatro estaciones del año.
Cómo subsiste en un escenario hostil. Cómo se las arregla en su intento por configurar un espacio de soberanía a partir del cual representarse aislada de los demás. Cómo permanecer ajena incluso al lenguaje. En ningún momento la mujer emitirá palabra alguna, tan solo contemplará con lejana extrañeza su alrededor. Cuando quiera o necesite algo de algún otro, le alcanzará con gestos breves y concretos. El resto será silencio.
No carga siquiera con un nombre. Será simplemente “la mujer de los perros”. Se le acercarán para agredirla. Su extranjería provocará en los otros una risa burlona, el malicioso gaste. Pero ella se defenderá de las agresiones, cuidará cada vez su dominio. Sus excursiones al pueblo serán esporádicas. A partir de excusas –por ejemplo, su delicada salud- cruzará fugazmente la frontera y, como un fantasma que deambula sin ser visto, paseará por sus calles pobladas, ya extrañas.
Un acierto –entre muchos otros- del film de Citarella y Llinás: en ningún momento el film exhibirá el motivo por el cual la mujer decidió expatriarse; alejarse de la sociedad y prescindir de ella.
No hay señales de un pasado que justifique su comportamiento. Las razones no importan, no importa demasiado el sentido. Como tampoco importan –porque sobran- las palabras. Lo que aquí importa son las imágenes. Su propio gesto. Aquello que las imágenes del cine pueden llegar a revelarnos a partir de la sugerencia de su expansión.
La mujer de los perros conquista así un territorio desconocido. El cotidiano devenir de una mujer desligada de su medio habitual de pertenencia, de su presunta realidad originaria, promoverá una oportunidad inaudita: la configuración de otra realidad.
Otro punto de vista capaz de suscitar nuevas imágenes –pensamientos, preguntas-. Como un poema. O como lo que un poema puede forjar: la sonrisa ante el preciso instante en que un día recién comienza o que se dispone, después de su fatigante algarabía, terminar.
CINE PARA LECTORES, organizado por la Dirección General del Libro, Bibliotecas y Promoción de la Lectura (Ministerio de Cultura, GCBA), programa ciclos de cine en las Bibliotecas de la Ciudad de Buenos Aires. Cada función dispone de una exposición introductoria, la proyección cinematográfica y un debate colectivo.
Esta propuesta se orienta a compartir el placer de ver una buena película, descubrir su vinculación literaria e incentivar la discusión intelectual, a través de un emocionante punto de partida: el cine.
Diego De Angelis