Tras contratiempos múltiples, "El gran Gatsby" de Luhrmann y DiCaprio toma tierra aparatosa y glamurosamente. "Cuando era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces: siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no a todo el mundo se le ha dado tantas facilidades como a ti". Este espuelazo de salida no se corresponde a ninguna autobiografía (el de la vaca que hacía "¡mú!", ya se sabe). Se trata, cómo no, de "El gran Gatsby", cumbre del art decó literario con la que Francis Scott Fitzgerald demostró que podía "sobrevivir con 36.000 dólares al año" (título de otro de sus deliciosos libritos), pero no con la púa malaya de un desamor de juventud enquistado. Ya se sabe, los ricos también lloran, aunque más cristalinamente.
"El gran Gatsby", de Baz Luhrmann
A pesar de su inmejorable material, la novela le apretó el pie a Hollywood hasta el juanete: primera adaptación muda en 1926 perdida, mediocre segundo intento en 1949, bello pero soporífero acercamiento setentero, a pesar del guión de Coppola y del rubio vainilla de Robert Reford... Hasta que ahora, el siempre alocado Baz Luhrmann ("Mounlin Rouge", "Australia") ha agarrado por las solapas de terciopelo al megapijo Jay Gatsby y lo ha sacudido a ver si caían diamantes. O, al menos, aspirinas para los quebradores de cabeza múltiples (retraso de la fecha de estreno, 3D con calzador, rap en tiempos de jazz...) que la Warner lleva sufriendo con su gran apuesta anual. Por suerte, DiCaprio en "modo Howard Hughes on", la gran Carey Mulligan (con su voz "como monedas cayendo") y una ayudita de Jay-Z (y su señora Beyoncé, claro) en la banda sonora salvarán el desaguisado. ¿O no? Viva la decadencia lujosa, anyway. Por Paul Vértigo