Existe un momento entre el antes y el después en el que todo es plácido y puro. Es un momento que se extiende geográficamente como una isla, flotando en un silencio que parece imposible. Todas las personas tienen una cantidad imprecisable de antes y después, dependiendo del instante en el que se las conoce, y que son directamente proporcionales en número a esas islas. Desafortunadamente, no siempre se puede llegar a estas porciones de tierra inmaterial y hay que quedarse en el antes o el después de alguien. Y es por eso que, a veces, parece imposible entender a esa persona. Aunque aplicado a otro contexto, Michel Houellebeque tiene una expresión absolutamente perfecta para nombrar a esto: la posibilidad de una isla. Afortunadamente, el día que Blanca Romero hablaba de ella y de “After”, su primera película -dirigida por Alberto Rodríguez, junto a Willy Toledo y Tristán Ulloa-, esa posibilidad fue una realidad. Estaba la Blanca de antes, modelo, actriz de televisión, cantante de flamenco. Y estaba la Blanca de después, la actriz de cine. Las posibilidades no se reducían a la de encontrar esa isla, si no que había más. La Blanca de después podía haber fagocitado a la de antes. O la de antes podía haber inmovilizado a la que vendría después, impidiéndole avanzar. Pero no fue ninguna de estas dos cosas. Fue la mejor.
Blanca saluda con unos buenos días muy francos, aunque paradójicamente para ella no son realmente buenos porque llueven microgotas que no cesan. Ella dice que el sol le activa muchísimo y que lo gris le amilana, le abate. Se sorprende cuando escucha la versión opuesta, en la que el cielo encapotado da fuerza y energía y más ganas de estar en la calle y rápidamente le encuentra el sentido con la mirada. A ella no le pasa pero le gusta conocer que puede ocurrirle a otra persona. Esto parecer ser una constante en ella: se alegra al oír cosas en las que no había reparado porque valora lo nuevo y el cambio.
Su tensión al empezar la tanda de pregunta-respuesta es tremendamente evidente. La primera interrogación hace que se repliegue físicamente a una velocidad considerable. Los delgados brazos se hacen coraza sobre el pecho y las piernas se cruzan con eje de gravedad en los tobillos. La nariz se afila sobre la boca y entorna los ojos, intentando detectar algo que pueda ser nocivo, hacerle daño o perturbarla a largo plazo. Habla despacio, saca la regla de medir palabras pero eso sólo dura un minuto. Es imposible que Blanca Romero hable así. Se percibe perfectamente que ella disfruta hablando y entregándose en la conversación. Es una buena narradora, muy entusiasta y generadora de una empatía casi instántanea. Y en eso consiste su isla.
Cuenta que si ella tuviera que trazar una línea de separación entre un antes y un después profesional sería a partir de su estancia en París y su trabajo de modelo. Recuerda el haberse encerrado en sí misma, por decisión propia, y cómo, aunque entendía perfectamente lo que se hablaba a su alrededor, prefería hacer como que no sabía el idioma. Reconoce que le molestaba la gente, el ruido que hacían, que sólo se encontraba bien sola. La dureza de la vida de modelo le forjó un carácter que asegura, le acompañará para el resto de sus días. Traza otra línea, personal ésta vez, en su maternidad. Su hija lo cambió todo, le enseñó a que en lo que respecta a ella siempre tiene que planificar hasta el último detalle. En este aspecto, se da cuenta, es siempre de antes.
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Por Marta Hurtado de Mendoza.
Fotografía: Rubén Vega.
Realización: Fran Marto.
Aquí, un pequeño making of de la sesión de fotos.
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