Aún recuerdo la primera vez que mi padre, ilusionado por la oportunidad de poder enseñarme algo del calibre de la grandeza de «El Padrino» por primera vez o la magia de los dedos de B.B. King, haciendo cantar a su guitarra o igual la mismísima Gioconda, me puso un video de Mike Tyson reventándole la cabeza a Carl Williams de un puñetazo.
Recuerdo como, ya de pequeño, la imagen de un tanque abalanzándose contra otro tanque solo para ver cómo la gran montaña de su oponente caía al suelo (probablemente creando uno o dos terremotos alrededor del mundo) me dejó, francamente, patidifuso. Así, cuando le pregunté (aún sin entender lo que acababa de ver) a mi padre que qué había pasado, él solo me pudo contestar con un: «Ese, hijo, es Iron Mike Tyson. El puño de hierro».
Desde entonces, me quedé enganchado. Y cada vez que estaba en la casa de unos amigos viendo un combate de nuestra generación, incluso uno buenísimo, solo podíamos acabarlo reviviendo esa nostalgia para la que ni siquiera habíamos estado vivos. Esa energía con la que él y sus puños habían atacado a cada oponente que se pusiera en su camino, más como un tsunami sobre un pequeño pueblo que como un boxeador. Una verdadera fuerza de la naturaleza.
Jake Paul vs. Mike Tyson
Y de repente saltó la noticia. Lo que durante años muchos habíamos soñado... «Mike Tyson, después de 20 años sin un combate profesional, volverá al ring una última vez. Contra… Jake Paul».
Creo que me debí despertar varias veces en medio de la noche el día que lo anunciaron, probablemente sudando, probablemente pensando que aún seguía soñando. «¿Contra Jake Paul?» ¿Dónde estaban las cámaras? ¿Era todo una broma para ver cómo reaccionábamos?
A Jake «El Gallo» Paul le había estado siguiendo, vagamente, a lo largo de los años. Es cierto que irrumpió en la escena de manera bastante explosiva. De pasar de hacer videos para YouTube haciendo el ganso con su hermano, a ganarle a figuras como la leyenda de la UFC, Nate Diaz, o el campeón (también de la UFC) Anderson Silva. Aun así, sus críticos no habían estado callados. «Está eligiendo a sus contrincantes con mucho cuidado» es una de las frases que más le dirigían. Y, por supuesto, tenían (y tienen) razón.
Toda la carrera de Paul parece haber sido generada con la expresa necesidad de generar polémica. Siempre que elige a un luchador con el que batirse, lo hace sembrando una pequeña duda al respecto, para que incluso si le gana, la gente pueda odiarle por ello. «Sí, ganó, pero contra uno que estaba lesionado el año pasado. Ganó, pero contra uno que no hace boxeo desde hace muchos años, ganó pero… y así sucesivamente».
Estoy seguro de que podría haber elegido (porque por supuesto él es el que los elige) a un boxeador de su calibre con el que batirse, y de hecho, al principio lo hacía. Su primer combate fue contra el youtuber Deji Olatunji, al que ganó por nocaut técnico en su quinta ronda. Fue un combate decente y su victoria fue y se consideró justa. Pero las victorias que parecen al 100% justas no generan polémica, y entonces Paul se dio cuenta.
Sus peleas tenían que parecer injustas, sobre todo si las ganaba. Necesitaba, más que cualquier otra cosa –y, desde luego, más que su carrera como boxeador–, que habláramos de ellas, por lo que empezó a escoger concienzudamente a peleadores que habían sido leyendas, pero que ahora no estaban en el mejor momento de sus carreras, o leyendas que no tenían nada que ver con su carrera, como cuando se enfrentó con la leyenda de la NBA Nate Robinson. Así, no solo quería ganar sus peleas, quería que le odiaran por ello.
¿El máximo exponente de ello? Revivir al mayor mito de la historia (25 años después de su mejor momento) para pegarse con él en un ring, enfrentándose directamente a la razón por la que muchos empezamos a seguir el fantástico deporte del boxeo.
Aun así, muchos (yo incluido), no lo vimos así. Como tantos, vimos la oportunidad de que, por fin, los juegos de Paul se rompieran por encima de sus hombros. Aun sabiendo cuál era su plan, pensamos que había llegado la hora de su juicio final. Tyson le ganaría, seguro. Le arrancaría cada pedazo de sus orejas antes de noquearle al suelo para levantarle y luego noquearle otra vez, por si acaso no le hubiera dado tiempo al cámara a grabarlo.
Agarré las palomitas, llamé a mis cuatro colegas y el sábado 17 de noviembre a las 6 de la mañana ahí estábamos, frente al televisor, sin haber dormido en toda la noche para ver a una leyenda desenmascarando a un impostor. O al menos así lo sentíamos.
Como era de esperar, Paul apareció de la manera más exasperante posible: en un Chevrolet modificado a través de la entrada al ring, rodeado de los miembros de su equipo y vestido con el traje más lujoso posible, plateado y brillante de arriba a abajo, sonriendo y mirando a las cámaras, como un hombre que tiene la masculinidad tan pequeña que decide comprarse una Harley-Davidson para compensar por ella.
Tyson, en cambio, apareció con una toalla con un agujero para la cabeza como toga, andando, solo. Verle de esa forma confirmó todos mis deseos: Tyson iba a ganar, estaba seguro. Un nocaut en la primera o en la segunda, seguro. Solo tenía que acercarse y estaría hecho. En vez de sonriendo estaba absolutamente serio, como si ya hubiera peleado con él mil veces en su cabeza y esta pelea solo existiera para hacernos saber el resultado. Y subieron al ring.
La pelea empezó muy bien. Los dos luchadores entraron desde sus esquinas y rápidamente Tyson demostró que no había venido a perder el tiempo. Recuerdo fijarme en la expresión de Paul cambiando durante el micro-segundo entre que Tyson cargó su puño hacia atrás para descargarlo en su cara tres veces, como una metralleta. Jake Paul acababa de conocer el miedo de la furia de Dios y no tenía ningún lugar a donde huir. Ni su hermano, ni su entrenador, ni nadie, iba a poder detener lo que estaba a punto de ocurrir. Y de repente, llegaron a la tercera ronda.
La pelea había sido ligeramente modificada, seguramente para atenerse a las necesidades físicas de Tyson. En vez de 10 o 12 rondas de 3 minutos cada una, esta vez iban a ser 8 de dos. Si bien esto era irregular, más irregular era que un hombre de 60 años se enfrentara contra uno de 27, por lo que lo dejaron pasar. Y de esta forma Tyson podría luchar sin cansarse demasiado, ya que (aparte de su edad) acababa de salir de una operación que casi le costó la vida en verano y varias transfusiones de sangre. Había mucho en juego, no podía haber hecho todo esto para perder contra Jake Paul...
En la tercera ronda yo todavía no me había dado cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Me fijé primero en mi amigo, su cara escondida entre sus manos. «¿Qué pasa Mario? ¿Qué pasa?» «¡Está ganando!», balbuceó su respuesta. «Su rodilla». Y de repente lo vi, y Paul lo vio también. Algo acababa de pasar y Tyson dejó de poder moverse como lo había estado haciendo hasta ahora. Su edad acababa de pegarle mucho más fuerte de lo que nunca ningún boxeador podría haber hecho. Y empezó a fallar.
Paul, por supuesto, se aprovechó al máximo de esto. Empezó a alejarse de Tyson, obligándole a moverse, a utilizar su rodilla y a cansarse. Y poco a poco consiguió colarle golpes, flojos, pero lo suficientemente consistentes como para que los puntos del combate se achacaran a su favor. Un golpe y hacia atrás, otro y hacia atrás. Y así todo el combate sin dejarle hacer absolutamente nada.
Me acordaré hasta el día de mi muerte de la expresión de Tyson cuando sonó la última campana, ni siquiera bajó los brazos. Se quedó ahí, pasmado, mirándoles a todos, sin poder creerse que realmente su última batalla acabara de concluir de esa manera.
Hubo un minuto de silencio, apagamos la tele, y volví a poner el video de Mike Tyson peleando contra Carl Williams. «¿Qué es esto?» Me dijo mi amigo. «Ese, Mario, es Iron Mike Tyson. El puño de hierro».
Andrés Sánchez
Imágenes: Fotos detrás de las cámaras de «Jake Paul vs. Mike Tyson». Cortesía de Netflix