Ojalá siguiera vivo... Steve McQueen
Steve McQueen fue muchas cosas pero sobre todo fue el Rey Midas de lo cool. O el mesías del dios cool. O, sencillamente, el Steve McQueen de lo McQueen
Ojalá siguiera vivo… Steve McQueen, rey allí donde habitan los hombres. Lo peor que podría pasarle a uno hoy en día es parecerse a Steve McQueen. No tanto por ser un problemático semianalfabeto, fruto de un olvidable encuentro entre una prostituta alcohólica y rebelde y un piloto de avionetas de circo, que también. Lo grave de ser Steve McQueen hoy en día es que obliga a llegar al cénit de tu carrera cinematográfica a los 40 años, que era la edad que tenía Steve McQueen cuando era Steve McQueen. Corría el año 1970 del señor y el aludido acababa de convertirse en la mayor estrella de Hollywood; había aplastado a los mismísimos Clint Eastwood, John Wayne y, en un gesto audazmente simbólico, a su primer compañero de reparto, Paul Newman; esto gracias a la concatenación “La gran evasión”, “Bullitt”, “El asunto de Thomas Crown” o la aptamente titulada “El rey del juego”, un opus más meritorio por lo bien que supo mitificar a su protagonista que por lo cinematográfico.
También tenía McQueen en aquella época el inusual título de icono de vida, algo que había logrado gracias al mimo de los diseñadores de vestuario de sus películas (que religiosamente esculpían su figura ataviándola con chaquetas de flecos, vaqueros de campana, calcetines de seda –en realidad estos eran obsesión suya; tenía cientos de pares– y camisas de cambray) y ese halo de atribulado antihéroe que le confería un toque cool a absolutamente todo lo que le rodeara. Steve McQueen fue muchas cosas pero sobre todo fue el Rey Midas de lo cool. O el mesías del dios cool. O, sencillamente, el Steve McQueen de lo Steve McQueen como lo entendemos ahora en nuestros días, convertido en adjetivo.
El pobre desgraciado al que le tocara ser Steve McQueen en estos días no tendría tanta suerte. En los díscolos años 70 aún se permitía que las estrellas de cine llegaran a la cuarentena manteniendo ese magnetismo reverencial que exige el puesto. En el aciago siglo XXI, el de los pectorales depilados y elefantiásicos, el de Zack Effron, Robert PattiNson y Andrew Garfield, tener 40 años es una tragedia. Si ya el puesto de estrella de cine está de capa de caída en la era de las franquicias (“Star Wars, episodio VII” es la nueva Julia Roberts), todo lo que caiga en el brumoso flanco equivocado del ecuador de los 30 es carne de estreno directo a DVD. Es el culto a la juventud, claro, que heredamos de los años 60 cuando la publicidad cayó en la cuenta de que los jóvenes estaban más preparados para consumir que sus mayores y moldearon todos sus productos (y con ellos, toda la cultura) a imagen y semejanza de los menores de 25. También puede ser, sospecho, que nadie tiene tiempo de prestarle atención a alguien que sea más viejo que Internet porque hay demasiado con lo que estar al día. Pero sobre todo es que ya no tenemos hueco, en esta cultura popular lozana y despendolada, para hombres como los que patentizaba McQueen.
Porque McQueen era un hombre, claro. De esos que había pasado por el Ejército, que se volvía loco pilotando coches a gran velocidad, se enfrentaba a sus jefes (pocas veces alguien tan poderoso en Hollywood ha sido tan odiado por los estudios, cosas de contratar a un chulo perfeccionista que trabajaba por instinto aunque tampoco ayudó que se liara con la churri de Robert Evans, el don Corleone de Hollywood), discutía metafísica elemental con Bob Dylan, retaba a pulsos a granel, y se estrellaba con la menopausia masculina intentando rodar un sindiós de filme sobre coches de carreras. Un hombre tan hombre que podía permitirse ser vulnerable.
Los estudios iniciáticos sobre las mujeres y el feminismo de los 60 llevaron a hacer estudios sobre la masculinidad en los 70; esto llevó a que los expertos descubrieran que nadie sabe qué es la masculinidad más allá de no actuar como una mujer. En los 80, la epidemia del SIDA destapó el tamaño de la subcultura gay y, para los 90, a los hombres se les estaba diciendo que buscaran la hombría dentro de sí mismos. Porque en el cine –ya apuntara maneras, al dejar que Brad Pitt y Tom Cruise sustituyeran a Gene Hackman y a Clint Eastwood– había que mirar para atrás. Había que mirar a Steve McQueen.
Texto: Tom Castroviejo
Ilustración: Carlos Egan