Ian Curtis no fue sino un poema de Ian Curtis. La palabra artista se emplea con demasiada alegría, pero antiguamente los artistas de verdad, al igual que las brujas y los hechiceros, asustaban al común de los mortales porque no había diferencia entre el creador y su obra. La vida y la creación eran la misma cosa. En una ocasión Ian declaró: “En lugar de limitarse a cantar sobre algo, uno también puede simplemente mostrarlo”. Se refería a la canción She’s Lost Control, que Ian bailaba sobre el escenario con los mismos movimientos epilépticos que hacía cuando le sobrevenía un ataque de verdad. Nació en julio de 1956 en Stretford, cerca de Manchester, pero se crió en Macclesfield, una pequeña ciudad famosa por la industria de la seda. Casi nada se sabe de sus padres. Su padre, Kevin (Kevin es también el segundo nombre de Ian), murió en 1995. ¿Quiénes fueron aquellos progenitores que trajeron al mundo una criatura tan peculiar? Porque el fundador de Joy Division era perturbador. Un ángel blanco por fuera, una sombra de tristeza por dentro. Pertenecía a esa lista negra de la historia del arte en la que durante siglos se han ido apuntando nombres de personas “poco edificantes”. Pecadores, enfermos, drogadictos, locos, suicidas, endemoniados. La capacidad de subversión de Curtis era mayor si cabe por su aspecto: frágil, angelical. En su mirada, en las letras de sus canciones, uno podía asomarse al abismo en el que vivía. Y luego esa voz grave, ancestral, que no se correspondía con ese cuerpo aniñado del que nacía. Un nuevo motivo para la incomodidad.
ian_vanidad Ian Curtis, el ángel de los ojos vacíos

En Ian no había centro, ni fondo. No había punto de referencia. Por eso quizá el bajo juega un papel tan importante en las canciones de Joy Division. Es una suerte de tronco del que brotan caóticamente las estrofas de Ian. Cuando Tony Wilson, del sello Factory Records, decidió arriesgar su fortuna para financiar el debut de Joy Division, “Unknown Pleasures”, sabía que estaba apostando por alguien auténtico que necesitaba expresarse. Ian no era una estrella, ni un producto. Era un milagro precario. Una criatura con un acceso privilegiado, de la mano de la enfermedad (la epilepsia, la depresión, la adicción a los fármacos) a una forma diferente de ver un aspecto de la realidad vetado al resto. Los referentes de una persona “sana” (si es que eso existe), son distintos a los de alguien enfermo. Ian utilizó sus patologías como material de trabajo para crear su obra. La enfermedad era su pintura, su arcilla, su tinta. Sus letras eran patológicas, es decir, respondían a la lógica de un padecimiento y, también, de una pasión. Quizá se sepa poco de los orígenes de Ian, de su background, porque éste no sea nada fuera de lo común. Quizá la verdad sea prosaica. En una ocasión Tony Wilson dijo sobre Ian: “Si hay que elegir entre la verdad y la leyenda, me quedo con la leyenda”. La leyenda comenzó el lunes 19 de mayo de 1980. Un día después de que Ian, con 23 años, se colgara en su cocina. “Malas noticias muchachos, Ian Curtis, de Joy Division, ha muerto”. John Peel daba la noticia en la BBC. El resto es sabido: Que si cuando se colgó sonaba el disco “The Idiot” de Iggy Pop. Que si se suicidó porque se sentía culpable por haber sido infiel a su mujer Deborah con la periodista belga Annik Honoré. Que si lo último que vio fue la película “Stroszek”, de Werner Herzog, en la que el protagonista se suicida… Luego llegaría el peregrinaje al cementerio de Macclesfield, a la tumba de Ian; como la de Oscar Wilde, como la de Jim Morrison, llena siempre de flores, notas, regalos, besos. Murió y dejó a una hija de apenas un año y una canción: Ceremony. Un tema que sería el pórtico a una nueva época, un nuevo orden, una nueva ola investida de colores ácidos, alegre como los paraísos artificiales. Es decir, falsamente alegre; pero enormemente rentable. Porque bajo la pista de The Haçienda, como en el relato de Poe, latía a 140 pulsaciones por minuto el corazón delator de Ian.  Aún hoy, toda la música electrónica baila sobre la tumba Ian en una fiesta a la que él nunca fue invitado. Todavía en las raves actuales pervive algo siniestro y callado. Un coqueteo autodestructivo que es la negra espina dorsal de Joy Division, como una línea de bajo, como la raya de un polvo de ángel. Ian Curtis, patrimonio del tormento juvenil. De todos los descentrados, los inadaptados, los vulnerables. Decimos “ojalá siguiera vivo”, pero lo decimos de forma egoísta, lo decimos por nosotros, no por él. Porque Ian Curtis era incompatible con la vida.

Por Toño Fraguas
Ilustración de Carlos Egan