Jim Jarmusch parece un adolescente. Cuando aparece por primera vez en el hotel con su esposa, la también cineasta Sarah Driver -que ha trabajado con él en numerosas películas-, puedo observarlo, como una cortesana escondida, a través de un gran jarrón de flores silvestres que caen en cascada. Es extraño tenerlo tan cerca. Posee una presencia que genera mucho respeto, una mezcla entre su manera de hablar, que es muy pausada y suave, pero contundente, y esa imagen de chiflado con el pelo totalmente blanco y compacto como una peluca y su ropa negra -incluida la mochila de la que cuelga un cremallera adornada con una pequeña guitarra eléctrica-. De hecho, hay algo en él que lo sitúa al margen de un orden lógico de las cosas y que hace pensar que un día pudo ser el retrato de los personajes que pueblan su universo: desubicados, solitarios, perdedores…“Los límites del control”, su última película inspirada en un ensayo del mismo nombre que Burroughs escribió en los años 70’, es un manifiesto contra lo convencional y la manipulación de nuestras conciencias, y un alegato a favor de la libertad y de la imaginación. Sobre todo, de la imaginación.
Durante la
57º edición del festival de cine de San Sebastián, me siento frente a él y la traductora, una señora muy divertida, idéntica a Tootsie. Ambos me sonríen muy amablemente y me sorprende la humildad con la que Jarmusch aborda la entrevista: mira a menudo hacia abajo durante las explicaciones, retirando granitos de azúcar con la yema de los dedos y limpiando imaginarias manchas de una mesa impoluta, demostrando una encantadora y atractiva timidez combinada con la firmeza y nobleza con la que responde a las preguntas.
Algunos cineastas norteamericanos de tu generación como Spike Lee o Gus Van Sant combinan, sin abandonar su espíritu independiente, sus proyectos con colaboraciones con la industria de Hollywood. ¿En algún momento se ha planteado trabajar para algún estudio?
No. Creo que Gus y Spike tienen una personalidad que se adapta más fácilmente. No me gusta la idea de que cuánto más dinero recibes más explicaciones tienes que dar. Además al que tienes que satisfacer es a un “hombre de negocios” que muchas veces acaba diciéndote lo que tienes que hacer y creo que a nadie le gusta eso…Definitivamente, no sería capaz.. Igual acabaría matando a ese hombre. Puede que esté un poco celoso de mis compañeros (risas). Pero me gusta controlar lo que hago.
Isaak de Bankolé, el protagonista de“Los límites del control”, dice que es un “freak controler”. ¿Ha sido también el rodaje de esta película un ejercicio al que te has tenido que someter para relajar esa inclinación?
Un poco sí. Para trabajar con Christopher Doyle, el director de fotografía, tienes que ser más flexible ya que es una persona muy difícil de controlar. Normalmente, habría sido mucho más tajante si hubiera tomado las decisiones yo solo, pero como su propia naturaleza es la réplica de la mía, me lleva a explorar terrenos que hasta entonces no había conocido y eso está muy bien…Pero sí, todo lo demás me gusta revisarlo personalmente, soy muy maniático en mis películas. Y luego en mi vida personal no sé qué quiero comer, ni que zapatos ponerme… Pero me gustaría decir que, a pesar de esta rigidez, no apoyo la teoría del autor. En esta película me encantó preparar el personaje con Isaak de Bankolé, la imagen con Christopher Doyle...Veo necesaria la colaboración para que el resultado sea mucho más interesante.
El guión constaba de 25 páginas, ¿verdad?
Es muy gracioso porque cuando le preguntaron a Isaak durante la rueda de prensa qué sintió cuando recibió el guión contestó muy simpático: “Nada. Todavía lo estoy esperando”. Este proyecto empezó con el personaje que él encarna porque desde hace años lo visualizaba en un papel casi de cine mudo. Efectivamente, el guión constaba de veinticinco páginas, pero luego iba añadiendo cosas a medida que iba rodando; tanto formales como estéticas. Por ejemplo, los cuadros del siglo XX que aparecen en la película, la bailaora, los molinos de viento que se ven desde el tren, que son una referencia clara a Don Quijote, y también esta torre en Sevilla… ¡La Torre del Oro! Un símbolo de la otra cara española, un parte diabólica.
¿De qué manera el enclave imaginario que debías tener en la cabeza se convirtió en España?
En una ocasión me preguntaron en qué otra época me gustaría haber vivido y respondí que en la España del siglo XV. Soy gran admirador de la historia de este país, me parece muy compleja. Pero el motivo concreto por el que rodé aquí no sé explicarlo, fue un tipo de intuición. Ya conocía hacía más de veinte años el edificio de Torresblancas, dónde vive un amigo mío, Chema Prado, el director de la filmoteca española, y me fascinaba. También Sevilla que es una de las ciudades que más me gusta del mundo; está llena de detalles, los balcones vistos desde abajo están rematados con cerámica preciosa…Bueno y Almería, que todos tenemos un poco en el subconsciente por los “spaguetti western” del Hollywood de los años 50 y 60. No sé, en realidad podría haber rodado en cualquier país, pero todo me condujo hasta España.
O podría haber sido un sueño. Como “Alicia en el país de las maravillas” o Dorothy en el “Mago de Oz”, un camino a la madurez, a la superación del miedo… ¿Has tenido un sueño alguna vez tan revelador?
Sí, sí que los he tenido. En la película, el personaje de Tilda Swinton dice algo así como que había visto tantas películas que muchas veces no recordaba si era un sueño o era realidad. Me gusta mucho esa interpretación porque no se hace ninguna referencia a eso. Eso es una de las cosas que intenta conseguir la película: revalorizar la imaginación. Los personajes son abstracciones, ni siquiera les he puesto nombre en los créditos de la película, si no que aparecen como Solitario, Desnuda…
Por Pedro Canicoba.
Fotografía: Antonio Macarro.
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