En Ian no había centro, ni fondo. No había punto de referencia. Por eso quizá el bajo juega un papel tan importante en las canciones de Joy Division. Es una suerte de tronco del que brotan caóticamente las estrofas de Ian. Cuando Tony Wilson, del sello Factory Records, decidió arriesgar su fortuna para financiar el debut de Joy Division, “Unknown Pleasures”, sabía que estaba apostando por alguien auténtico que necesitaba expresarse. Ian no era una estrella, ni un producto. Era un milagro precario. Una criatura con un acceso privilegiado, de la mano de la enfermedad (la epilepsia, la depresión, la adicción a los fármacos) a una forma diferente de ver un aspecto de la realidad vetado al resto. Los referentes de una persona “sana” (si es que eso existe), son distintos a los de alguien enfermo. Ian utilizó sus patologías como material de trabajo para crear su obra. La enfermedad era su pintura, su arcilla, su tinta. Sus letras eran patológicas, es decir, respondían a la lógica de un padecimiento y, también, de una pasión. Quizá se sepa poco de los orígenes de Ian, de su background, porque éste no sea nada fuera de lo común. Quizá la verdad sea prosaica. En una ocasión Tony Wilson dijo sobre Ian: “Si hay que elegir entre la verdad y la leyenda, me quedo con la leyenda”. La leyenda comenzó el lunes 19 de mayo de 1980. Un día después de que Ian, con 23 años, se colgara en su cocina. “Malas noticias muchachos, Ian Curtis, de Joy Division, ha muerto”. John Peel daba la noticia en la BBC. El resto es sabido: Que si cuando se colgó sonaba el disco “The Idiot” de Iggy Pop. Que si se suicidó porque se sentía culpable por haber sido infiel a su mujer Deborah con la periodista belga Annik Honoré. Que si lo último que vio fue la película “Stroszek”, de Werner Herzog, en la que el protagonista se suicida… Luego llegaría el peregrinaje al cementerio de Macclesfield, a la tumba de Ian; como la de Oscar Wilde, como la de Jim Morrison, llena siempre de flores, notas, regalos, besos. Murió y dejó a una hija de apenas un año y una canción: Ceremony. Un tema que sería el pórtico a una nueva época, un nuevo orden, una nueva ola investida de colores ácidos, alegre como los paraísos artificiales. Es decir, falsamente alegre; pero enormemente rentable. Porque bajo la pista de The Haçienda, como en el relato de Poe, latía a 140 pulsaciones por minuto el corazón delator de Ian. Aún hoy, toda la música electrónica baila sobre la tumba Ian en una fiesta a la que él nunca fue invitado. Todavía en las raves actuales pervive algo siniestro y callado. Un coqueteo autodestructivo que es la negra espina dorsal de Joy Division, como una línea de bajo, como la raya de un polvo de ángel. Ian Curtis, patrimonio del tormento juvenil. De todos los descentrados, los inadaptados, los vulnerables. Decimos “ojalá siguiera vivo”, pero lo decimos de forma egoísta, lo decimos por nosotros, no por él. Porque Ian Curtis era incompatible con la vida.