Este viaje sí que es un viaje en el tiempo, una exploración hacia fuera y hacia dentro. Un salto espiritual a un monasterio que atesora restos de murallas de los cruzados del siglo XII, uno de los pocos recintos amurallados de tipo circular; un edificio que hacía las funciones de hospedería y hospital para peregrinos, y que daba sus servicios a los que lo necesitaban aunque no pudieran pagarlo. Estamos hablando de historia en estado puro, Jaffa es el puerto más emblemático del mundo con 4000 años de antigüedad constatados a través de excavaciones durante los últimos 100 años.
Y en este escenario se ubica este hotel emblema de conjunción entre antigüedad y modernidad, donde dos de los arquitectos con mayor peso en el panorama internacional han puesto su saber hacer, su honestidad y el amor por la historia contada a través de un lenguaje de cartabón y cristal.
Ramy Gill y John Pawson abordan este proyecto en distintas fases del mismo. Gill lo hace suyo desde el principio, hace 24 años, desarrollando una labor arqueológica tan respetuosa como genial, y Pawson se le une hace tan sólo 12 años, coincidiendo con la adquisición de la propiedad por Abi Rosen que no solo ha puesto la cantidad de dinero ingente que necesita un proyecto de tal envergadura, sino que lo ha hecho desde el cariño por su tierra y por ver hecha realidad una maravilla semejante.
Un grupo de porteros vestidos de negro son la única pista que tiene la calle de que ahí se debe cocer algo ya que el edificio en su piel externa responde a presupuestos constructivos árabes, celosías que enfundan buena parte de un edificio que a simple vista parece anodino porque la vida se hace dentro, hacia donde se vuelca toda la exuberancia de la belleza arquitectónica en su plenitud.
Decir que las celosías, este aparentemente simple elemento de cerramiento, se convierte en sí mismo en una obra de arte, ya que con tanta sencillez como inteligencia consiguen que una placa metálica agujereada y confrontada con los agujeros de otra en su doblez produzca, según desde donde mires, una orgía de figuras geométricas que nos recuerdan, cómo no, a la cerámica de la época nazarí hecha con la técnica de “la cuerda”. Éste simple hecho de genialidad ya prepara el iris para lo que vamos a encontrar.
Rendido por un acto tan sublime y original de reinterpretación en el tiempo, nos adentramos por un largo pasillo forrado de chapa agujereada donde no hayamos más referente que el techo cubierto de espejo, y que hace de este mini viaje un asunto de reflexión. Nos invita a mirar hacia adentro en un recorrido que se asemeja al canal del parto, hallando en su final un hall espacioso, diáfano, trufado de muebles, (algunos diseñados por John Pawson, como las mesas de juego que rinden tributo tanto a una costumbre lúdica ancestral como a Marcel Breuer, haciendo un guiño así a la Bauhaus tan presente en Tel Aviv) y colores perfectamente escogidos y que, como en un caleidoscopio grandioso, nos dan la bienvenida haciéndonos sentir de inmediato que hemos puesto el pie en territorio sagrado desde el punto de vista constructivo.
Después de avistar algunos referentes del diseño como Pierre Poulin, los Eames o Noguchi, nuestra mirada se dirige hacia la arcada que aparece detrás de una pared de cristal de suelo a techo y que nos deja relajar la vista en un patio, recuperado tras el sorprendente descubrimiento de toda una planta enterrada, para disfrutar con quietud de la cadencia de sus arcos de medio punto y sus columnas que confieren un ritmo a toda la construcción, invitándonos a la calma y el sosiego.
Es cuando salimos a este patio, donde continúan los restos de la muralla circular que viene desde el vestíbulo, cuando percibimos ese diálogo sutil entre lo viejo y lo nuevo, con un denominador común, la destreza de estos dos maestros que han sabido conservar todo lo que se debía con un criterio tan respetuoso como humilde. Procurando no dejar huella de su paso por el lugar dejan que la obra brille por sí misma sin quitarle un ápice de protagonismo para ponérselo ellos, y con magistral intervención, han conseguido que esos dos edificios, uno antiguo y otro moderno, se fundan en simbiosis para emerger como un nuevo ente perfectamente cohesionado. Para lo que tuvieron que excavar 18m bajo tierra y así ser capaces de conducir toda la tecnología, sin que moleste al ojo purista que se deleite con esta obra de arte. La parte antigua necesitó de varios años de decapaje para conseguir que las paredes nos hablaran con el idioma de otro tiempo y dejándolas tal cual, con la pulcritud de una policromía desgastada por los años, y que se dirige directa hacia nuestro corazón en un viaje intimista como ocurre en sus habitaciones, 38 en total, y donde no hay ningún aditamento que pudiera enturbiar este diálogo, salvo la pátina del tiempo.
Los servicios en estas joyas se rematan con una sintaxis del siglo XXI, no dejando lugar a dudas de que ambas cronologías maridan a la perfección. Mención especial a la iglesia recuperada y reconvertida en bar. No creemos que pueda haber taberna más sacra porque la elegante conjunción de mobiliario, diseño de Pawson; iluminación, vidrieras, las puertas de Nogal de la época y la música hacen del espacio la constatación real de que estamos visitando el mismo cielo. Justo por su costado pasa la Vía Maris, un trayecto frecuentado por peregrinos de todo el mundo en su camino hacia Jerusalén. Y se me ocurre que hasta el mismísimo Bach habría gozado componiendo alguna vez alguno de sus cánones para ser escuchados con embelesamiento sentados en una silla de aire futurista y una copa en la mano. Sencillamente sublime.
Yendo al edificio moderno nos encontramos con las reglas habituales que definen a este maestro entre maestros que es Pawson, como la limpieza formal en los elementos constructivos. Una distribución de espacios que permiten la fluidez sin esfuerzo y una sencillez apabullante que nos deja vivir con facilidad el habitáculo donde conviven con alegría, sin escándalos, los distintos elementos nobles que emplea como el cristal, el mármol o la madera que se encuentran entre ellos con maestría y dialogan a la perfección, fruto de las técnicas de construcción.
Los tonos arenosos y suaves se encargan de unificar este ensamblaje sin fisuras, permitiendo la percepción de ambos edificios de los distintos tiempos como un todo, del que también te sientes parte integrante e integradora. Ayuda el aroma a cítricos que nació hace tiempo, pues desde aquí se exportaban las naranjas el resto del mundo, y ahora se extiende desde la vegetación del patio perfectamente domeñada, hasta las amenities.
No podemos olvidar mencionar el spa con la clara firma de Pawson que refleja en los detalles pausados un estado de ánimo, ese que consigues cuando bajas enfundado en un albornoz y que te permite en la quietud de sus paredes una reflexión viva para emerger revitalizado de su calma estética, sobre todo si te has hecho un tratamiento fantástico en L. Raphael. Al igual que tampoco la experiencia de cenar en el restaurante Don Camilo, con un servicio realmente destacable, y comiendo en el refectorio de un monasterio gracias a la delicia de sus sabores y al entorno en el que te envuelve mientras masticas la vida para poder digerirla posteriormente desde la cotidianidad.
El espacio dedicado a la piscina opera desde la amplia perspectiva que te permite junto con el perfecto ensamblaje de todos sus elementos, como sombrillas o tumbonas, en un todo que cristaliza en tu sensación de tranquilidad y contemplación, aderezado por una cocina de altura traída directamente desde Nueva York.
Sin duda este Hotel es una experiencia en sí mismo, un sitio como Tierra Santa o La Meca que hay que visitar al menos una vez en la vida.
Carlos Sánchez
Imágenes: cortesía de The Jaffa Hotel Tel Aviv