Aterrizamos en Colombo, la capital, donde nos espera el conductor que nos va a llevar al punto de partida de esta aventura. La primera sorpresa se presenta a modo de introducción del paisaje dominante. Una vegetación exuberante en forma de palmeras, árboles y plantas por doquier nos muestra un país amable a la vista acariciando nuestros ojos de principio a fin con su verdor relajante.
Llegada a Amangalla
Después de dos horas avistamos el ansiado destino, Galle, ciudad histórica amurallada colonizada por portugueses, alemanes y británicos y patrimonio de la UNESCO. La atmósfera de finura colonial se apodera inmediatamente de todos nuestros sentidos y nuestros ojos se posan sobre cada mueble, cada objeto, cada lámpara... como queriendo imaginar la vida que aquí tuvo lugar cuando los británicos habitaban este edificio que forma parte de las murallas de la parte histórica de Galle.
El pasado de este emblemático hotel se remonta a hace más de 400 años y pensamos que si los moradores de entonces volvieran, lo encontrarían como estaba, porque la pátina del tiempo es más que evidente. El acto del check in es toda una ceremonia, facilitando todo el proceso como si fuera un acto íntimo, cuidado hasta el más mínimo detalle.
El tránsito a la habitación donde se firma la llegada nos impresiona aún más. Techos infinitos sirven de cielo a una cama con columnas y ventanas de gran formato junto con todas las antigüedades que nos hablan del paso del tiempo, de la nobleza de todos los materiales que crean un conjunto tan armónico como bello. Por no hablar de los suelos de madera de teka, que te ponen los pies en la tierra con solemnidad.
A la hora de la cena, una guitarra y un violín amenizan la velada que transcurre en el porche de la entrada. Aquí los baldosines en figuras geométricas se adueñan del espacio y escasas mesas que dejan privacidad más que de sobra pueblan la galería. El ritual del servicio sigue teniendo ese boato de tiempos pasados con lino, plata y copas de fino cristal. Una carta de pocos pero muy bien seleccionados platos con producto fresco, bien cocinado y presentado con esmero, nos hace disfrutar de la experiencia gastronómica y musical.
El desayuno nos sorprende de nuevo porque a pesar de ser en el mismo escenario, parece que ha cambiado. Ahora el alboroto de pájaros y novios que se hacen fotos de boda en la emblemática muralla de enfrente, se convierten en personajes de excepción en esta que parece ser una película como Memorias de África pero con filtro asiático. Se nos antoja pintoresco y entretenido.
La tarde transcurre en una piscina enorme y verde, como toda la vegetación que la rodea. Nadar aquí es purificarse en cuerpo y alma porque el silencio impera por doquier. Sus hamacas son una butaca de primera fila para el espectáculo que supone ver pasar el tiempo desde la calma empapado en belleza.
Decidimos darnos un masaje para despejarnos de este dolce far niente delicioso. Y es que este país, junto con la India, tiene una larga tradición de medicina ayurvédica y los masajes son parte de esta filosofía milenaria que cuida mente y espíritu por igual. Nos reciben en un recinto decorado con un aire indio, fresco y natural. El masaje empieza por la cabeza y el cuello, donde el aceite de sésamo sirve de lubricante para esas manos que corren de un sitio para otro con coherencia, como si de un ballet sincronizado se tratara. Las sensaciones de la presión y el estímulo vienen desde puntos tan diversos que confunden completamente la mente y te implican en un viaje hacia el silencio, dejándote llevar por la cordura de su acción bien aprendida, y conduciendo tu voluntad hacia la confianza más absoluta.
Habiendo alimentado así el espíritu, nuestro estómago pide nutrirse también y es el momento en el que nos preparamos para la típica cena Rotti del país. Un rosario de velas nos conduce con su luz tímida pero decidida hacia el restaurante, que no es otro que el pabellón del jardín preparado en exclusiva para nosotros. Nada más llegar, la impresión nos sobrecoge. Nos encontramos con una mesa vestida de gala que nos recuerda a los cuadros costumbristas del holandés Vermeer. Sin embargo, la sorpresa se viste de notas y alimentos y alarga el momento de ensueño hasta que el postre llega a su fin, despidiendo una noche tan especial con una sonrisa de las de aquí, de las que nacen en el corazón.
A la mañana siguiente, unas carreras en torno al fuerte, nos dejan exhaustos por el alto grado de humedad. Menos mal que la piscina se convierte en un oasis que deja que nos relajemos para poder disfrutar de nuevo del maravilloso desayuno. Hoy hemos decidido hacer un recorrido más concienzudo por los recovecos que suponen las calles intra muros. El pasado portugués, alemán y británico hace que nos encontremos distintos estilos arquitectónicos que no sabemos identificar bien, pero que corresponden a distintas etapas. A pesar de todo, la uniformidad en los volúmenes de las casas es generalizada y salvo algún ejemplo Art Déco, no encontramos edificaciones demasiado significativas. Lo interesante nos parece que es perderse por sus calles y respirar la atmósfera local de este casco histórico plagado de tiendas y hoteles boutique. Un paseo con el que despedimos la ciudad antes de partir para nuestro próximo destino: AMANWELLA.
Rumbo a Amanwella
Dejamos atrás Galle con cierta sensación de nostalgia, pero al mismo tiempo tenemos ganas de empezar a disfrutar nuestra siguiente parada. El viaje se convierte en una excursión donde la carretera nos enseña cómo pueden convivir sin conflicto aparente coches, personas y tuk tuks, cruzándose incesantemente entre ellos de forma aleatoria como si fuera un baile de ganchillo.
Hacemos un alto en el camino en una reserva de tortugas marinas donde se puede ver a estos animales viajeros danzar libres en el agua que les cobija. Más tarde pasamos por una plantación de té, donde los campos verdes se entremezclan con los arrozales y nos conceden esa imagen idílica de un país que produce las hojas de té más deseadas y cotizadas en el mundo. Seguimos la ruta que el océano índico recorta ganando la partida a las palmeras y nos sorprende la visión de un espectáculo que no para. El verde del mar se bate en retirada contra el verde que enarbolan las espigadas palmeras y encontramos los dos combatientes en una armonía que nos ayuda a entender mejor la filosofía de sus habitantes. El fin del recorrido es el final también del movimiento y el principio de la quietud.
La amplia explanada que nos recibe explica en voz alta y clara con su silencio visual que hemos desembarcado en un templo de sosiego donde la calma habita cada rincón. Inspirado por Geoffrey Bawa y sus ángulos puros, esta representación del Modernismo Tropical Corbusierano se hace patente desde el inicio.
Nos dan la bienvenida ofreciéndonos dos hojas de bulat para desearnos “Ayubowan” (larga vida feliz) y nos dirigen por un claustro de nuestro tiempo levantado con columnas separadas por una regularidad calculada, creando una cadencia que nos habla de ese equilibrio estudiado y desembocando en un estanque con nenúfares y juncos gigantes que se yerguen orgullosos. Estamos todavía en shock ante semejante espectáculo cuando nos llevan en tuk tuk a nuestra habitación que resulta ser una villa, porque aquí todas lo son.
Sedados como estamos por esa primera impresión, logramos atisbar un espacio más que generoso donde los muebles se relacionan con júbilo y respeto mientras el fondo de pantalla consiste en un océano interrumpido a intervalos por palmeras en primera línea y al otro lado una piscina privada engalanada con baldosines verdes. El feng shui del complejo se hace más que evidente para que cada elemento constructivo armonice como un todo el interior con el exterior.
Después de semejante aterrizaje, ha llegado la hora de cenar. Llegamos a la mesa salpicada de pétalos de rosa y el primer bocado se lo damos al paisaje que deja entrever la luz de la luna y, con claridad, percibimos la misma estampa pero con otro filtro, como en las fotos de Andy Warhol, misma imagen distinto tono. Podríamos decir que aquí la comida es lo de menos, pero lo cierto es que resulta ser tan deliciosa como las vistas. Unos músicos hacen suya la noche con melodías hipnotizantes y al final de la velada, solo nos queda un pensamiento claro: de ensueño.
El desayuno vuelve a captar nuestra atención con una infinity pool tan serena como alargada que divide visualmente el agua dulce de la salada, produciendo una sensación de milagro sin fin. La playa nos acoge con su virginal arena. Pareceríamos náufragos en una isla desierta si no fuera por el personal que acerca sigilosamente zumos y agua de coco a nuestras hamacas para hidratar nuestras almas.
Para acabar el día, decidimos cenar en el beach club que, con muy pocas mesas, se encuentra en la playa del hotel y alumbra con antorchas los resquicios que la luna deja, creando una atmósfera de cuento de hadas. Aquí el menú goza del grill como denominador común. Langosta, atún y carabineros pasan por sus brasas antes de llegar a nuestra boca con un regusto exquisito a fuego. Nuestro paladar agradece esta degustación tan sincera como especial.
Al día siguiente, el relax se hace pleno cuando visitamos el spa para un tratamiento que se centra en el drenaje linfático y la activación de la circulación sanguínea. Nos deja tan relajados que vamos levitando a la suite. Cuando llegamos, docenas de velas pueblan la terraza y una mesa engalanada con flores nos invita a tomar asiento. Han convertido nuestra estancia en un altar que eleva nuestra sensación de excelencia al último escalón.
A los clientes que pasan aquí más de tres días, el hotel les ofrece distintas actividades. Nosotros hemos probado algunas que nos han gustado especialmente, como hacer una visita en tuk tuk por los lugares más llamativos del pueblo cercano. Escenas costumbristas del día a día de sus gentes que te hablan de sus quehaceres cotidianos, visitando el colorido y exótico mercado de verduras o el puerto con los pescadores que llegan de faenar y están limpiando y catalogando el pescado para su venta. Seguimos con una visita a los campos de arroz que nos recuerda a Comporta en Portugal, salvo por los búfalos que pastan a sus anchas y nos dejan una escena de las que vemos en los documentales. La visita a un templo budista del s.XV pone el punto final al recorrido.
Un safari es otra de las ofertas que no debéis perderos porque te lleva a descubrir en primera persona la fauna autóctona. El emocionante recorrido que hace el Jeep por el Parque Nacional te permite atisbar manadas de elefantes, búfalos y con un poco de suerte, leopardos, entre una gran variedad de especies poco familiares para los europeos.
Por otro lado, el avistamiento de ballenas y delfines suele ser una de las ofertas más demandadas... y lo mejor es que no hace falta alejarse mucho de la costa para ver estos cetáceos en absoluta libertad.
Un último día tirados a la sombra de las palmeras nos concede la indulgencia plena para pasar el resto del invierno europeo. Más tarde, de vuelta al aeropuerto de Colombo, el conductor nos recuerda que ellos en vacaciones se suben a una montaña donde las temperaturas suelen ser de 17 y 18° para experimentar el frío. El mundo al revés.
Texto: Carlos Sánchez
Imágenes: Cortesía de los hoteles