Uno de los latiguillos-leyendas urbanas más sólidos de este oficio consiste en afirmar categóricamente que los mejores intérpretes del mundo prácticamente dan el dedo meñique por trabajar con Woody Allen. Hombre, que yo sepa ni Marlon Brando, ni Paul Newman, ni Jack Nicholson, ni De Niro/Pacino/Hoffman, ni ahora Philip Seymour Hoffman o Daniel Day-Lewis han asomado mucho la jeta por alguna de las incontables películas del geniecillo neoyorquino (y no digamos gratis). Otra cosa, tal vez, son las actrices, seguramente porque, como los grandes, cuando tiene el día inspirado Allen compone unos retratos femeninos poliédricos, profundos y, en general, de toma pan y moja: “Annie Hall“, “Hannah y sus hermanas“, “Alice“, “Poderosa Afrodita“… Cierto que, con la “donna allegre“ incorporada por Pé, de “A Roma con amor“ el nivel estaba bastante bajo, pero ahora ha remontado el vuelo y de qué manera con “Blue Jasmine”, donde presenta la reconversión vital de una ex pija neoyorquina que tendrá que enfangarse con el proletariado de San Francisco después de una mala racha.
¿Y quién mejor para dar vida a la atribulada Jasmine que una de las escasas actrices que le faltaban a Allen en su colección de cromos? Cate Blanchett, la divina “aussie” que nos tiene hechizados desde sus mozos tiempos de “Elizabeth”, esa demostración de androginia bizarra y palaciega con la que obtuvo su primera nominación al Oscar (curiosamente, la última, por el momento, también la logró por el mismo personaje en “Elizabeth: La edad de oro”). Durante quince años, Blanchett ha demostrado de sobra que no hay papel o papelón que se le resista: lo mismo clava a una mala de tebeo en “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” como a una criatura élfica celestial en las sagas “El Señor de los Anillos” y “El Hobbit”, pasando por sus metamorfosis en Katharine Hepburn en “El aviador” (su único Oscar hasta la fecha) o el mismísimo Bob Dylan en “I’m not there” (su segundo Globo de Oro).