Hace treinta años, dos hermanos más o menos Malasombra y plenamente “zipizapescos” emprendieron la laboriosa tarea de poner patas arriba el cine indie ochentero etiqueta negra y, sin perder su esencia, lanzarlo a la arena del
establishment más mayoritario. El primer aldabonazo de Joel y Ethan Coen fue “Sangre fácil”, una vuelta del calcetín al cine negro más encallecido, y con un soterrado “fatum” que se va envenenando con goterones de humor negro que se convirtió en una de las marcas de la casa. En 1985, un año después de su estreno, el Festival de Sundance, cuando aún era “El Festival” de Sundance, les dio la bendición con su Gran Premio del Jurado, ni más ni menos que el Nobel para lo cinéfilos con pedigrí y gafas de pasta. Este sería el arranque de una de las carreras más fértiles, talentosas y generosas que se recuerdan en el mundillo del cine y que, quince películas después, nos lleva a “A propósito de Llewyn Davis”, un filme que aglutina buena parte del camino de baldosas amarillas (a veces doradas) de los Coen.
"A propósito de Llewyn Davis" de los siempre magistrales hermanos Cohen.
Por ejemplo, la fina capa de melancolía de un pasado glorioso y nebuloso de “Barton Fink” o hasta “El gran salto”, el minimalismo con clase de “El hombre que nunca estuvo allí” o “Un tipo serio“, los personajes extravagantes de “El gran Lebowski” o “Quemar después de leer”, la nieve en los huesos de “Fargo”, el western iniciático de “Valor de ley” o “No es país para viejos”… y, por supuesto, la música en el alma de “O Brother!” o “Ladykillers”. De todo ello se pueden adivinar muescas o esquirlas en esta nueva fórmula magistral de unos tipos cuya religión les prohibe hacer secuelas, pero que gozan como niños con zapatos nuevos ante la idea de meter las manos hasta los codos en un
remake o en material ajeno. Y el de “Llewyn Davis” lo es. Concretamente, el libro original de Dave van Ronk, escrito con el vapor de los cafés del Greenwich Village más mítico y beatniks de fondo (ahora que están de moda los hipsters, toma generación beat de la buena).
Entre esas gélidas calles neoyorquinas se desplaza un “folk singer” puro y que se toma su oficio como un acto sagrado, nada de estación de paso para dar el salto al rock al estilo de Dylan, aunque en la banda sonora del filme se incluya un inédito suyo, paradójicamente.
Beautiful loser hasta la médula, con su gato y su guitarra sobrevive al duro invierno buscando reconocimiento y una oportunidad, que le llega de la mano del magnate Bud Grossman. Pero, como en todas las películas de los Coen, la raspa argumental solo es una excusa para el desfile de personajes, situaciones y emociones a flor de piel y, en este caso, con gotas de inspiración extra. Un logro conseguido gracias a su perfectamente ensamblado reparto, con habituales de la factoría (John Goodman), fichajes de relumbrón (Carey Mulligan, Justin Timberlake y un F. Murray Abraham que fue Salieri justo cuando los Coen dieron su primer golpe de manivela) y el protagonismo de Oscar Isaac, un tipo entrevisto en filmes como “Ágora” o “Robin Hood” y al que ahora se le rifan los estudios. Resultado: Gran Premio del Jurado en Cannes, tres nominaciones a los inminentes Globos de Oro y muchas papeletas para los Oscar. No dan puntadas sin hilo estos hermanitos.
Paul Vértigo
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